Guardia Nacional: la pinza se cierra
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Guardia Nacional: la pinza se cierra*
David Barrios Rodríguez
Todo lo que ahora era verdad, había sido verdad eternamente y lo seguiría siendo. Era muy sencillo. Lo único que se necesitaba era una interminable serie de victorias que cada persona debía lograr sobre su propia memoria. A esto le llamaban «control de la realidad». Pero en neolengua había una palabra especial para ello: doblepensar.
George Orwell, 1984
La lucha contra la militarización es una de las claves de nuestro tiempo. Esto se debe a que el proceso de militarización, en la articulación de una crisis civilizatoria multidimensional, ocupa un lugar privilegiado. Apalanca la profundización de un modelo depredador y excluyente, al mismo tiempo que contribuye con la difusión del autoritarismo dentro de la sociedad, perfeccionando diversos mecanismos de disciplinamiento y control social. En lo que respecta a México, desde el lanzamiento de la estrategia de militarización de la seguridad pública en diciembre de 2006, sectores sociales han rechazado la presencia de militares y las distintas expresiones de policía militarizada en el espacio público. En algunos casos esto fue parte de puntos de partida programáticos (especialmente notorio en lo relativo a organizaciones de izquierda anticapitalista) y en otros ante la evidencia respecto a los abusos cometidos contra la población.
Al inicio la respuesta a la estrategia de seguridad adoptada no resultó una tarea sencilla, porque el miedo a la inseguridad inoculado socialmente durante los 25 años previos, había vuelto dominante el respaldo a medidas de corte autoritario o de mano dura. En ese recorrido destaca el esfuerzo por denunciar los efectos de la militarización por parte de organizaciones sociales y colectividades a lo largo y ancho del país. Desde Ciudad Juárez (la primera línea de combate contra el proceso), pasando por la emergencia de un movimiento heterogéneo de familiares de personas vejadas, desaparecidas y asesinadas, hasta esa otra gran impugnación representada en la conformación o rearticulación de formas de defensa comunitaria indígena.
Esa trayectoria de toma de conciencia tuvo uno de sus puntos más álgidos a partir de los ataques ocurridos en la ciudad de Iguala contra los normalistas de Ayotzinapa el 26 y 27 de septiembre de 2014. El episodio reveló las complicidades e imbricación entre distintos actores armados (estatales y no estatales) que derivaron en asesinatos y desaparición forzada. Ayotzinapa hizo cundir el hartazgo social y fue una posibilidad para establecer un diálogo social amplio sobre la catástrofe en que nos encontramos inmersas e inmersos. Sólo con el paso de los años sabremos a ciencia cierta si se trató de un punto de inflexión o de no retorno.
A partir de diciembre de 2018, con el arribo a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, es perceptible un cambio en los umbrales de tolerancia a la participación institucional y la presencia cotidiana de actores armados en nuestra sociedad. Esto está relacionado con la prevalencia de elementos tanto subjetivos (el temor acumulado después de tres lustros de violencia desbocada) como objetivos (la convivencia cotidiana con balaceras, asesinatos, desaparición forzada o la generalización de extorsiones), que dan cuenta del afianzamiento territorial de estructuras de la economía criminal en el país; pero también se relaciona con las modificaciones en el discurso del actual presidente de la república y sus correas de transmisión hacia la población (que incluyen mecanismos discursivos, organizativos y materiales). Una justificación que, más allá del principio de necesidad relativo a contrarrestar las actividades de la economía criminal, expande la participación de estos actores en la cotidianidad, ya sea como componente central del proyecto de gobierno que los invoca con distintos propósitos, como con el despliegue de fuerzas que realizan aquello que, recuperando la experiencia de otros países del área, podemos reconocer como patrullaje ostensivo, en virtud del tipo de armas que portan. La principal preocupación, más allá de coyunturas electorales, es el respaldo social al proceso de securitización y militarización. El huevo de la serpiente incubado durante el neoliberalismo está en ciernes de eclosionar.
Militarización como proceso general
En virtud del debate reciente en América Latina y México, resulta preciso ampliar y complejizar los sentidos dominantes en torno al papel que tienen los actores armados y la militarización de nuestras sociedades. En la actualidad el proceso va mucho más allá de la atribución de funciones, incremento de presupuestos, la creación de nuevos cuerpos armados del Estado, e inclusive de la presencia cotidiana de estos grupos en el espacio público. Resulta preciso reconocer que también está relacionado con las maneras cómo lo militar trasmina todos los ámbitos de la vida social: a través de sus expresiones espaciales, copando el lenguaje de metáforas militares, introduciendo principios de enemistad como criterio de conducta o estableciendo lógicas bélicas en el tratamiento de la disidencia.
Una genealogía de este proceso para el contexto mexicano incluiría lo ocurrido en las décadas del ochenta y noventa cuando las preocupaciones relacionadas con la seguridad pública o ciudadana adquirieron una centralidad inédita, propiciada por al menos dos elementos: movilizaciones promovidas por sectores empresariales, grupos de ultraderecha y medios de comunicación (“marchas de blanco”) y las condiciones de exclusión social resultado de la puesta en marcha del proyecto político, económico y cultural del neoliberalismo. La conjunción de estos elementos redundó en una noción de la seguridad en clave patrimonial, así como en la conformación de lo que puede ser identificado como procesos de securitización, es decir, la definición constante de amenazas sociales. Esta es una prerrogativa que suele ser monopolizada por el Estado, pero en la que durante las últimas décadas también se percibe la participación de oligopolios mediáticos y grupos empresariales.
Un segundo proceso que entronca con lo antes descrito, está relacionado con la emergencia de América Latina y el Caribe como nodo global en la producción, manufactura y traslado de estimulantes ilegales. Esto que se presenta como una actualización en la asignación de la división internacional del trabajo, implica que nuestra región sea la encargada de abastecer a las sociedades de Europa Occidental y Norteamérica de estimulantes ilegales. Aunque involucra como un todo al subcontinente, en la dinámica destacan algunas regiones por su localización geográfica: Colombia, Brasil, Triángulo Norte de Centroamérica, el Caribe y México.
A su papel como centros de producción y rutas para la colocación en el mercado de dichas mercancías, se han agregado otras actividades como resultado del próspero proceso de diversificación que han comportado las estructuras de la economía criminal. En distintas escalas y fases de dicha dinámica, se verifica una pugna entre los distintos grupos por el control de zonas de producción, rutas de transporte, en tanto mercados; y también la generalización de rentas ilegales o el reclutamiento e incorporación forzada de la población para realizar estas actividades.
Papel de las policías militarizadas
En términos formales, las definiciones en torno a la seguridad interna y externa presuponen modelos institucionales diferenciados respecto a los cuerpos dedicados a cada una de esas esferas. De esta manera, las Fuerzas Armadas deberían estar dedicadas a las amenazas externas, mientras que las policías a las de carácter endógeno. Sin embargo, para América Latina y el Caribe, región en la que, desde el siglo pasado los conflictos interestatales han sido más bien excepcionales, las instituciones castrenses han participado de manera habitual en la represión de aquellos sectores sociales construidos como enemigos internos. Además de ello, existen diferencias respecto a los recorridos puntuales entre los países de la región, ya que encontramos instituciones policiacas que siempre tuvieron vínculos con las Fuerzas Armadas como ocurre con países como Colombia, Chile o Brasil; mientras que en otros casos la militarización de las policías es un proceso relativamente reciente (México y Argentina).
Sobre la lógica de este tipo de corporaciones, en el caso mexicano fueron promovidas en un inicio como una manera de profesionalizar cuerpos del Estado que se habían hecho acreedoras del repudio de la población por una mezcla de corrupción e inoperancia en lo relativo a contrarrestar determinadas actividades ilícitas. De hecho, en un elemento que no debería ser soslayado, las actividades del narcotráfico en México surgieron y se desarrollaron bajo el amparo, tanto del Ejército mexicano, como de la policía, en especial de la Dirección Federal de Seguridad y algunos de sus líderes más emblemáticos y sanguinarios, como Arturo Negro Durazo y el torturador Miguel Nazar Haro (Enciso, 2009).
En México, el proyecto de creación de un cuerpo de policía militarizada con atribuciones federales, se remonta a finales de la década de los años noventa, cuando se crea la Policía Federal Preventiva y cuya carta de presentación fue la incursión en distintas instalaciones de la UNAM para dar fin al paro estudiantil impulsado por el Consejo General de Huelga. La creación de esta policía, y sus sucesoras, Policía Federal y Gendarmería Nacional, contaron con el mismo balance negativo respecto a su ineficacia y perversión.
En sentido estricto dicha “profesionalización” enmascaraba la modificación en la lógica general de las instituciones policiacas. En efecto, la adopción de rasgos militares en este tipo de corporaciones incluye aspectos organizacionales y en la formación que reciben; operacionales, lo que implica la incorporación de principios doctrinarios bélicos en el tratamiento de asuntos de seguridad interior; materiales, en lo relativo al uso de tecnología que provienen de contextos de guerra y que tienen especial énfasis en entornos citadinos, lo que ha redundado en la conformación de un nuevo urbanismo militar. Finalmente, en el ámbito de la cultura, supone entre otras cosas la proliferación de un lenguaje plagado de metáforas bélicas que, por añadidura, se difunden en la sociedad (Contursi y Tufró, 2015).
En conjunto, la sofisticación de este modelo de policías lleva más allá la aberración que suponen este tipo de instituciones: Concentran prerrogativas de “prevención”, pero a través de un control del territorio posibilitado por el despliegue de efectivos armados con rifles de alto poder (patrullaje ostensivo) y castigo (como hemos observado en los operativos contra la población migrante). De esta manera sus funciones exceden aquellas de carácter histórico dedicadas al control de las consecuencias de los regímenes de explotación asociados con la esclavitud, el colonialismo y el control en el contexto de emergencia de la clase trabajadora (Vitale, 2021) y ahora se concentran en contener y reprimir a enormes contingentes sociales que han sido expulsados del proyecto dominante de sociedad. Para contextos como el mexicano, ello supone que están dirigidas contra existencias fragilizadas, tanto las que componen el grueso de las estructuras de la economía criminal, como respecto a la enorme diáspora de las y los migrantes.
La Guardia Nacional
En algo que desde el inicio se presentó como una mezcla de sentidos, la llamada Guardia Nacional fue promovida como una policía civil, pero compuesta en buena medida por ex integrantes de la Marina y el Ejército. A cuatro años de su creación, más del 80 por ciento de sus elementos provienen de dichas instituciones. Además de ello, los procesos de capacitación de sus elementos se han llevado a cabo en bases militares, por lo que cuentan con una formación anclada en preceptos castrenses y no civiles. Durante el primer año de gobierno de la actual gestión se autorizó la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública durante 5 años, a pesar de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación había determinado el carácter inconstitucional de estas atribuciones a través del análisis y ulterior invalidación de la Ley de Seguridad Interior de la administración de Enrique Peña Nieto.
Las modificaciones anunciadas de manera reciente, no hacen sino agudizar la problemática y auguran la profundización y perpetuación de la militarización social del país. Estas refieren a dos ámbitos principales. En primer lugar, amplían el mando (administrativo y operativo) de la SEDENA respecto a la Guardia Nacional hasta 2028, lo que supone su participación directa en tareas de seguridad pública. En segundo lugar, serán transferidos a la SEDENA, tanto los recursos presupuestales como materiales destinados a su operación. Esto implica un incremento inusitado de los recursos destinados a dicha secretaría; pero además de ello institucionaliza la vinculación en las cadenas de mando y mantiene el tratamiento militar respecto a asuntos de orden interno, lo que tiene graves consecuencias en virtud de las tareas de inteligencia, operaciones encubiertas y espionaje que transitan entre el Ejército y la Guardia Nacional.
Más allá de dichas modificaciones, sin duda importantes, lo que destaca de este proceso es el legado de un cambio de perspectiva respecto al papel que deben cumplir las Fuerzas Armadas y las policías militarizadas. Lo que hace el actual gobierno de México contribuye a una resignificación de los sentidos sociales en torno a las nociones respecto al ámbito militar y de la seguridad. Lleva a una parte significativa de quienes se inconformaron y manifestaron con el proceso de violencia y militarización durante los últimos dos sexenios, hacia posturas que justifican la presencia de actores armados en las calles y la vida cotidiana. Esto genera un campo de fuerzas muy desfavorable que profundiza la militarización de la cultura y la subjetividad. Además de ello, entroniza una agenda que, de acuerdo al recorrido expuesto, fue resultado de las movilizaciones y presiones ejercidas, no sólo por las clases medias o los grupos del gran capital, sino también por la ultraderecha. Al cumplir el ciclo de alternancia en el sistema de partidos y la lucha electoral, se observa que la militarización ha comportado un avance secuencial y complementario: Inició en 2006 con el lanzamiento de la estrategia de militarización de la seguridad pública y ahora se institucionaliza con la creación de la Guardia Nacional y su vínculo con la SEDENA.
Este proceso deja de manifiesto la necesidad de revitalizar y rearticular la lucha contra la militarización de la sociedad, porque constituye uno de los principales pilares del funcionamiento sistémico, caracterizado por la depredación, el despojo y la crueldad.
*Publicado originalmente en Revista Común, enlace electrónico: https://revistacomun.com/blog/guardia-nacional-la-pinza-se-cierra/
Referencias
Contursi, M. y Tufró, M. (2015) “Si buscas la paz, prepárate para la guerra. El tropo de la pacificación en la gestión política del delito y la violencia” dentro de Martini, S. y Contursi, M. (comps.) Crónicas de las violencias en la Argentina. Estudios en comunicación y medios (Buenos Aires: Imago Mundi).
Enciso, F. (2009) “Drogas, narcotráfico y política en México. Protocolo de hipocresía (1969-2000)”, dentro de Bizberg, I. y Meyer, L. (coords.) Una historia contemporánea de México. Tomo 4-Las políticas (Ciudad de México: Editorial Océano-El Colegio de México).
Vitale, A. S. (2021). The end of policing. (Brooklyn: Verso Books).