Repensar la violencia urbana en América Latina

Autores

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liberte seus sonhos-Lapa-Río de Janeiro

Repensar la violencia urbana en América Latina*

David Barrios Rodríguez

Observatorio Latinoamericano de Geopolítica, UNAM, México.[1]

En la actualidad América Latina y el Caribe combina un par de variables estadísticas que es preciso considerar para entender las problemáticas de la región y de manera paralela llevar a cabo una reflexión sobre estos fenómenos: detenta las mayores tasas de asesinato, al mismo tiempo que constituye el área más urbanizada del planeta. Durante la primera década del siglo XXI fue la única subregión del globo en que se incrementaron los asesinatos y en 16 de nuestros países la tasa se sitúa por encima del 10 por ciento por cada cien mil habitantes, lo que le confiere a este fenómeno un carácter epidémico, de acuerdo a la definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Aun cuando nuestra región alberga alrededor del 8 por ciento de la población planetaria, aportamos el 33 por ciento de los asesinatos totales. Una de cada 5 personas que muere de manera violenta por año en el planeta es brasileña, venezolana o colombiana. Brasil tenía en 2014 el 10 por ciento de los asesinatos respecto al total mundial, siendo el lugar con la mayor cifra en términos absolutos de este tipo de crímenes[1].  Sin embargo, esto no ocurre de manera aleatoria, ni es un fenómeno “democrático”, que nos afecta igual a todos como se señala con insistencia, sino que su principal incidencia se da en un rango etario específico, entre los 15 y 29 años, afecta de manera acusada a los varones y se concentra en las periferias o zonas empobrecidas de nuestras ciudades. Con ello no minimizamos el alarmante incremento de la violencia feminicida que está presente en la región. Sin embargo y justamente en base a la conformación de una subjetividad violenta de la masculinidad, la proporción de hombres asesinos y asesinados es históricamente mayor.

Una característica más es que a pesar de que no existen conflictos armados interestatales, ni estos forman parte del horizonte político de la región, de acuerdo a distintas estimaciones América Latina y el Caribe albergan algunos de los países con menores niveles de “paz”. La consultora inglesa en evaluación de riesgos Verisk Maplecroft en su informe de 2016 establece que 6 de los 13 países más criminógenos del planeta son latinoamericanos, valoración en la que Guatemala y México ocupan el segundo y tercer lugar de manera respectiva, sólo por detrás de Afganistán. Honduras, Venezuela y El Salvador aparecen entre los primeros diez y Colombia ocupa la posición 12 del conteo[2]. Por su parte, el informe anual Global Peace Index que considera 163 estados a nivel mundial, coloca como lugares con un estado bajo de “paz” a México (140),  Venezuela (143) y Colombia (147). Por debajo de este escalafón, sólo se encuentran los países envueltos en confrontaciones bélicas abiertas como ocurre en Medio Oriente y el Norte de África[3].  Este informe considera tres rasgos principales: protección y seguridad en la sociedad, grado de extensión en la conflictividad interna y externa, así como el nivel de militarización. Como explicaremos un poco más adelante, es importante no perder de vista el sesgo ideológico de esta clase de estudios en relación al grado de “peligrosidad” y violencia que atribuyen a regiones y países del mundo, especialmente cuando estos argumentos son utilizados con el objetivo de condenar la política interna de los Estados implicados o inclusive cuando se justifica la intervención de fuerzas internacionales en esos territorios.

Respecto al grado de urbanización, en América Latina contamos con un 80 por ciento de la población de nuestros países habitando en ciudades, siendo la primera región del planeta que arribó a un estadio que de manera inexorable alcanzarán otras latitudes.[2] Este proceso, cuyo inicio en el área se remonta a las décadas de 1950 Y 1960, será paulatinamente alcanzado y rebasado por regiones de Asia y África en el mediano plazo. Por lo pronto, como elemento insoslayable de esta característica demográfica, alrededor de 111 millones de personas que habitan en ciudades de América Latina y el Caribe lo hace en asentamientos informales, es decir, los mismos en que acontece buena parte de la violencia letal y que combinan indicadores de pobreza, así como falta de servicios básicos e infraestructura[4].

En ese marco, consideramos importante reparar en que las ciudades son uno de los sitios en donde se define de manera privilegiada el devenir social de nuestros países, lo que permite observar un creciente interés por intentar controlar y administrar las contradicciones inherentes a esta empresa civilizatoria, la de la vida de millones de personas habitando espacios urbanos en un marco de creciente exclusión social.

Contextualización

Un breve recuento nos permitirá establecer algunas características de este proceso, así como aquellas modificaciones que consideramos más trascendentales. En términos generales, el discurso y la sensación en torno a la inseguridad y la violencia se instalaron en la región a partir de la década de los años ochenta y existen al menos tres elementos que es oportuno destacar. Por un lado, el que esto se da en el marco del cambio en el proyecto exportador cuyo eje se modifica al pasar de las manufacturas a los sectores primarios. Al mismo tiempo, la década de los años ochenta constituye el inicio de la aplicación generalizada del Consenso de Washington para la región, con lo que se vuelven comunes la flexibilización laboral, los cambios en las reglas de uso de los recursos patrimoniales de la nación, privatizaciones y la monetarización de las políticas económicas. Estos elementos confluyen para empobrecer a las poblaciones de la región que de manera simultánea van perdiendo protecciones sociales y los derechos universales conquistados durante décadas a través de la lucha social. Constituyen por ello, el caldo de cultivo de la inseguridad y la violencia de orden estructural, mismas que resultan habitualmente invisibilizadas por aquella de tipo directa y que se identifica con robos, asesinatos y otra clase de delitos. De manera concomitante, las tasas “objetivas” de delincuencia se incrementan al mismo tiempo que se reedita en distintos lugares de la región el discurso en torno al retorno de las “clases peligrosas”.

Lo que se conforma en realidad es un gigantesco contingente de personas desprovisto de oportunidades de inserción educativa y laboral cuyas trayectorias de vida son redirigidas al engrosamiento de estructuras informales e ilegales de trabajo y que como señalábamos al comienzo, son el principal objetivo (y agente) de las formas de violencia contemporánea en la región. Se trata especialmente de personas jóvenes, quienes por añadidura resultan adoctrinados en una visión de mundo basada en el consumo y el individualismo, elementos que combinados con la pulverización de horizontes solidarios de carácter colectivo explican, al menos de manera parcial, la condición de posibilidad no sólo de la violencia directa cuantificable, sino de una desvalorización creciente de la vida que se traduce en versiones expresivas de violencia que conmocionan a la sociedad a lo largo y ancho de la región.[3]

En segundo lugar, a partir de la década de 1980 comienza una profunda reestructuración de las actividades de la economía ilegal, con la preponderancia que adquiere el tráfico de estupefacientes ilegales y que de manera paulatina se irá diversificando hacia otros circuitos que incluyen la venta de armas, trata de personas u órganos. Ahora proliferan también modalidades de imbricación entre la economía formal e ilegal a través de prácticas de control monopólico de servicios y mercancías como los que ejercen grupos paramilitares en Colombia (ahora bajo el nombre eufemístico de Bandas Criminales Emergentes o BACRIM), los cárteles mexicanos y las milicias en Brasil. A esto añadiríamos otros tipos de rentas ilegales impositivas que con distintos nombres (derechos de piso, vacunas) llevan a cabo tanto los grupos señalados, como las maras centroamericanas bajo el concepto de “impuesto de guerra”.

Finalmente, el discurso en torno a la seguridad y la violencia en la región tiene un componente adicional que quisiéramos destacar. Es a través del combate al “crimen organizado transnacional” que Estados Unidos ha adaptado la política de Guerra contra el terrorismo en América Latina. En efecto, en la construcción de esa “amenaza” como propia de nuestros países, se basa en la actualidad buena parte de la asistencia (e intromisión) de Estados Unidos en la política interna de América Latina y el Caribe e incluye, desde ayuda logística, financiamiento, participación en ejercicios militares conjuntos, hasta diversas formas de entrenamiento. Esta “ayuda” por parte del gobierno de Estados Unidos se ha materializado en iniciativas de seguridad regionales como el Plan Colombia y sus herederas: Iniciativa Mérida, Iniciativa Regional de Seguridad para América Central o la Iniciativa de Seguridad de la Cuenca del Caribe.

Discurso sobre la violencia, seguridad y “mano dura”.

Los datos aportados al comienzo de este artículo contribuyen a construir, desde cierta perspectiva, la idea en torno a la peligrosidad de la región. Esto llega incluso al extremo de interpretaciones que atribuyen a la violencia un carácter endógeno, un rasgo cuasi identitario de la cultura de nuestros países, al mismo tiempo que promueven la falacia en torno al grado de progreso civilizatorio alcanzado por países europeos o de Norteamérica quienes de facto contribuyen de distintas maneras en la generación de las formas de violencia que tienen lugar en Latinoamérica y el Caribe, Asia y África.

Ante este tipo de formulaciones es preciso ser cuidadosos y no perder de vista el sentido y carácter que se confiere a las violencias en América Latina. A lo que se refieren las estadísticas y rankings que sitúan a nuestra región como la más peligrosa del mundo es a la proporción que se establece entre la violencia letal y la población de las ciudades y países. Esto quiere decir que la violencia es identificada con los asesinatos por cada cien mil habitantes, lo cual hace que ciudades pequeñas en términos poblacionales en las que se han incrementado la incidencia de esta clase de crímenes como San Pedro Sula (Honduras) o Acapulco (México) adquieran la marca de ser las más violentas o peligrosas del planeta. Pero además de esto, es necesario reparar en que la conceptualización hegemónica de la seguridad y la violencia se restringe a las amenazas sobre la propiedad privada, en la que se incluye a la vida misma y que por tanto refiere a una dimensión individual y no colectiva de las formas de protección social, estas últimas desmanteladas de manera sistemática en la región y de manera progresiva en el mundo entero.

Existe un elemento adicional que debemos considerar para el abordaje de las expresiones de violencia en nuestra región. Nos referimos al carácter ideológico y al uso político que hay en torno a las definiciones respecto a la inseguridad y la violencia. El discurso en torno a la violencia rampante y realmente existente en la región, está intrínsecamente ligado a la construcción de temores y enemigos sociales, así como a una agenda amplia y adaptable, pero compartida,  en materia de “seguridad”.  La mezcla de sentidos en torno a esta demanda ha hecho posible la movilización de sectores conservadores en varios países latinoamericanos con reivindicaciones por la paz, contra el crimen, corrupción y con un conjunto de exigencias de carácter autoritario y patrimonialista entre las que destaca la reducción de la edad de imputabilidad penal, incremento y sofisticación de los sistemas de video vigilancia, así como de control antropo-biométrico, la profesionalización y mejoramiento de las policías, hasta llegar inclusive a la exigencia de la pena de muerte.

De manera adicional la guerra contra el crimen organizado o el narcotráfico ha permitido la militarización de la sociedad y la vida cotidiana como ha ocurrido en Colombia, México, Honduras o Brasil, lo que ha redundado en la consecución de objetivos paralelos de control y disciplinamiento de poblaciones, así como la persecución y criminalización de la lucha social. En ese sentido y para ejemplificar esto que señalamos, resulta oportuno aludir a una de las organizaciones que a nivel regional y mundial moldea dichos sentidos a partir del ranking de peligrosidad de ciudades que emite cada año y que es retomado por sitios noticiosos de distintas latitudes del mundo. Nos referimos al Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, A.C. (CCSPJP). Dicho consejo, radicado en México y cuya cabeza visible es José Antonio Ortega, acompaña la elaboración de sus informes, de la promoción de una agenda conservadora y abiertamente contrainsurgente. De manera obsesiva, el presidente de dicha institución se ha caracterizado por perseguir y emprender acciones penales contra personas involucradas en movimientos sociales o identificadas con la izquierda política.[4] También ha sostenido reuniones con Óscar Naranjo y el ex presidente colombiano Álvaro Uribe en las que han ontercambiado elogios por compartir las mismas ideas en torno las amenazas a la seguridad en Colombia y México.[5]

De manera más reciente, en la página de internet del citado Consejo, se lleva a cabo una campaña contra las investigaciones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (GIEI-CIDH) en relación a la masacre de Iguala y la desaparición forzada de 43 normalistas de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero, en México. De manera puntual, se ataca a las fiscales Claudia Paz y Paz (Guatemala) y Ángela María Buitrago (Colombia), a quienes se les acusa de simpatizar con la izquierda y la insurgencia en ambos países. Al mismo tiempo, se reivindica al Coronel Alfonso Plazas Vega, encargado de la toma del Palacio de Justicia en Bogotá, Colombia (1985) y responsable por las ejecuciones y desapariciones forzadas acaecidas durante la misma;  al dictador  y genocida guatemalteco Efraín Ríos Montt y para el caso de México a las distintas fuerzas del Estado involucradas en los crímenes contra los normalistas y los resultados de la pesquisa de la Procuraduría General de la República, un enorme montaje enunciado de manera cínica como “verdad histórica”.

Pero volviendo al tipo de informes que realizan cada año y los sesgos ideológicos que contienen. El último disponible, coloca como la ciudad más violenta del mundo a la capital de Venezuela, Caracas; al mismo tiempo que se promueve la idea de que en ciudades previamente asociadas a la violencia desbocada se han realizado progresos importantes:

La salida del ranking [de cincuenta ciudades] más relevante corresponde a las ciudades de Juárez y Medellín. La primera ocupó en forma consecutiva el liderato mundial entre 2008 y 2010. La segunda habría sido a inicios de los años noventa del siglo XX y durante toda la década, la ciudad más violenta del mundo si para entonces hubiera existido un ranking como este[5].

 

En este planteamiento se encubre un elemento crucial para comprender la dinámica de las violencias contemporáneas en la región. Por un lado que la reducción de las tasas de asesinato, como en el caso de las dos ciudades mencionadas, obedecen a los acuerdos que logran establecer los propios grupos de traficantes y paramilitares entre sí o con segmentos de la institucionalidad, más que como resultado de políticas públicas virtuosas en materia de seguridad. Legendario fue el periodo conocido como Donbernabilidad en la ciudad de Medellín con el cual se abatieron los índices de asesinato, por designio del jefe paramilitar alias Don Berna, al mismo tiempo que se llevaba a cabo un proyecto de inversión social e infraestructura presentado como paradigma para la región. Algo similar ha ocurrido con las treguas entre el gobierno y las maras en El Salvador entre 2012 y 2014 o la reducción de las ejecuciones en Tijuana y Ciudad Juárez en México. Aún más sintomático que la disminución de la violencia directa, resulta el incremento de esta como resultado de la finalización o modificación de esta clase de acuerdos.[6]

De manera paralela, debemos considerar un elemento por demás preocupante y que toca ya a diversas ciudades a lo largo del continente: la correlación entre la disminución de las tasas de asesinato y el incremento de las desapariciones forzadas. Esto quiere decir que la desaparición de personas reaparece y se resignifica como un elemento de maquillaje estadístico de la violencia, que evita que se “calienten” las plazas, es decir, que la violencia letal conduzca a la presencia de fuerzas represivas del Estado y con ello al trastocamiento del enorme negocio de la economía informal-ilegal.

Es así que resulta preciso cuestionar la manera como se mide y enfocan las distintas formas de violencia, los elementos que son tomados en cuenta y desde luego, lo que resulta invisibilizado en esta clase de conteos, de manera acusada las formas de violencia estructural y simbólica, de las cuales, urbes latinoamericanas y del Caribe son un lugar privilegiado de experimentación. Existe en nuestras ciudades el elemento afín de la conformación de cinturones o áreas de marginación: conocidas como villas miseria, ciudades perdidas o favelas; de acuerdo a los distintos contextos latinoamericanos, tienen en común el preconcepto construido en torno a ellas y el estigma sobre la población que las habita y que de manera sistemática es negada por el resto de la sociedad. Pueden estar ubicadas en el norte o el sur de las ciudades, en el centro, la periferia o los cerros. Se trata de las zonas de nuestras ciudades para las que no fueron previstos servicios de salud, recreación, infraestructura o educación; pero que recibieron el éxodo económico desde el campo, en la búsqueda de mejores oportunidades de empleo, o en la modalidad de desplazamiento forzado interno como resultado de la violencia. Constituyen la ciudad negada, fragmentada e invisible para el proyecto societal de las elites latinoamericanas. De ahí provino el Medellín de las décadas ochenta y noventa, de la desindustrialización y el sicariato; la Ciudad Juárez del auge maquilador y el modelo de urbe de la globalización, pero también de los feminicidios, reconvertida de manera más reciente en el epicentro de la barbarie mexicana durante los años de la supuesta guerra contra el crimen organizado; el San Pedro Sula donde conviven el agronegocio, las maras y la maquila; o Río de Janeiro, a cidade maravilhosa reconvertida en “ciudad global” y vitrina brasileña que aloja megaeventos a cambio de la masacre cotidiana de su población pobre, negra y favelada.

Por otro lado, no se pueden equiparar las formas de violencia que existen en un lugar como Caracas, con altas tasas de asesinato o robos y la violencia que ocurre en las ciudades próximas al Golfo de México (Xalapa, Reynosa, Matamoros), que ni siquiera son consideradas en algunos de estos conteos, en las que se llevan a cabo masacres, desapariciones forzadas masivas de migrantes y en donde existe un control territorial y poblacional por parte de actores armados no estatales y paraestatales.

En síntesis, debemos establecer que pobreza y urbanización tomadas por separado, no implican de manera necesaria formas de violencia directa (asesinatos o robos), como demuestran ciudades paraguayas, bolivianas o argentinas cuyas tasas de asesinatos se encuentran por debajo de la media regional. Lo que comparten las ciudades donde más se mata en América Latina es la desigualdad, así como algunas características geográficas que las colocan como rutas o mercados de la economía capitalista informal-ilegal[6].

América Latina y el Caribe conforman, en ese sentido, un lugar central para la experimentación de distintas políticas de “contención” social en contextos urbanos. Son justamente la multiplicidad de “riesgos” que hay en la región los que explican la retroalimentación entre las campañas de “estabilización” en Haití por parte de la MINUSTAH, con el combate al llamado crimen organizado o la disuasión de multitudes. En todos estos ejemplos, resalta el recurso creciente de estrategias militares, que, insistimos, se utilizan ahora de manera indistinta para contrarrestar diversas expresiones de conflictividad social. Además del proceso generalizado de militarización de la seguridad pública, destacamos el perfeccionamiento de habilidades y procedimientos abiertamente bélicos en espacios urbanos aplicados en Medellín y Río de Janeiro a través del esquema de policías de proximidad y la implementación de los Centros de Atención Inmediata (CAI) y las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) de manera respectiva. Este modelo que es presentado como un ejemplo a seguir en otros contextos latinoamericanos, consiste en una política de hacer presencia del Estado en los territorios, con posterioridad a la invasión y ocupación militar de zonas de habitación popular que se saldan con asesinatos, desapariciones forzadas y otro tipo de violaciones a las garantías individuales de la población.

Conclusiones

Hemos señalado algunas modificaciones importantes en los tipos de violencia dentro de la región y sus espacios urbanos, en los que de manera general la denominada delincuencia común, ha cedido paso a la existencia de poderosos grupos armados sumamente estructurados y que logran establecer un alto grado de control territorial y poblacional. En el desarrollo y sofisticación de éstos, es posible rastrear el incremento atípico de los asesinatos dentro de la región, siempre teniendo como base el modelo excluyente de sociedad en que vivimos y las formas de violencia estructural.

Aunado a esto, la incorporación de millones de personas a las estructuras de estas organizaciones está vinculada con el enorme proceso de exclusión y de cancelación de futuro que se abre para nuestra población con la puesta en marcha del proyecto político, económico y cultural del neoliberalismo. Aparecen como opciones más rentables de incursión laboral tanto la vertiente del trabajo informal ilegal, como la incorporación a las fuerzas represivas de los estados, que ofrecen en ambos casos una mejor remuneración y una suerte de “empoderamiento” por el recurso de la violencia directa.

En la actualidad tanto las altísimas tasas de asesinato como otras formas de violencia, difícilmente cuantificables, corren por cuenta de los grupos antes referidos e identificados como organizaciones criminales (maras, traficantes), pero también como resultado de la acción de grupos paraestatales,  o de las propias fuerzas institucionales. Respecto a este último elemento, el asesinato de personas por parte de distintas fuerzas estatales es altísimo ya sea a través de figuras jurídicas como en Brasil, en donde los llamados “autos de resistencia” se cobran la vida de miles de personas todos los años, o en Argentina con la extensión de la práctica policial conocida como “gatillo fácil”; siendo aun así México el lugar de la región en donde el índice de letalidad como resultado de la acción de las fuerzas estatales es aún mayor[7].

No se puede finalizar sin aludir a uno de los rasgos más preocupantes sobre el modo como esta violencia es procesada en las ciudades de América Latina y el Caribe: se ha observado la construcción de un imaginario que justifica y tolera el asesinato de personas. Este combina elementos de clase, raza e incluso hábitos culturales y estéticos; a lo que se debe agregar el elemento etario antes señalado y que consiste en que en nuestras sociedades opera una suerte de exterminio sobre la población joven de los sectores populares. Desde la figura del sicario como hombre joven proveniente de las comunas pobres de Medellín, pasando por las mujeres en busca de trabajo en las maquiladoras de Ciudad Juárez, o el estereotipo mexicano del cholo o el narco. En Centroamérica se trata también de jóvenes varones de extracción humilde quienes engrosan las filas de las maras, en algún momento identificados por los tatuajes, números y señas de sus respectivas organizaciones. En Brasil se suma de manera determinante el color de la piel y una forma peculiar de territorialización de la violencia en las favelas, a tal grado que activistas de la ciudad hablan en términos de la implementación de abierta de prácticas genocidas. Para todas estas “clasificaciones” de personas se construye un discurso gubernamental y mediático, que es replicado e interiorizado por porciones importantes de la población y que consiste en la culpabilización de las personas asesinadas, ya sea como resultado de la violencia institucional o a través de las ejecuciones a cargo de los actores armados, que al menos de manera formal, no hacen parte del Estado. “Por algo habrá sido”, “en algo andaba” es una etiqueta social que comparten las víctimas de estas formas de violencia, hombres y mujeres pobres, en mayor medida morenos, descendientes de los pueblos originarios o de los esclavos africanos que arribaron a nuestro continente como combustible para la conformación del capitalismo.

Resulta entonces urgente que desde el pensamiento crítico y los movimientos sociales se piensen y echen a andar alternativas a una problemática que más allá de su preocupante dimensión, afecta a todos los países del área y frente a la cual aún no existen respuestas institucionales diferentes a aquellas de carácter represivo y que como se ha señalado están inútilmente cobrando las vidas de miles de jóvenes en nuestra región.

Notas

*Artículo originalmente publicado en el número 24 de la Revista CEPA (Colombia) sobre Campo y ciudad en América Latina.

[1] Investigación realizada gracias a los Programas UNAM-DGAPA-PAPIIT "El capitalismo después de la crisis financiera de 2008" IN302215 y “Economía política de la violencia. Genealogías latinoamericanas” IA301217.

[2] Respecto a las definiciones sobre qué se entiende por ciudad o urbanización, existen una multiplicidad de elementos tomados en cuenta de acuerdo a cada país de América Latina y el Caribe, pero en términos generales suelen estar relacionados con aspectos poblacionales, administrativos y de infraestructura.

[3] Sobre la violencia expresiva consultar, Rossana Reguillo, “La narcomáquina y el trabajo de la violencia: Apuntes para su decodificación”, Revista Emisférica 8.2, 2011 y Laura Rita Segato, “La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Territorio, soberanía y crímenes de Segundo Estado”, dentro de la compilación La guerra contra las mujeres, Traficantes de sueños, Estado español, 2016.

[4] En su momento junto con Guillermo Velasco Arzac, ambos señalados como integrantes de una organización de ultraderecha clandestina mexicana conocida como El Yunque, fueron los responsables de interponer una denuncia por “delincuencia organizada en su modalidad de terrorismo internacional” contra Lucía Morett y otros estudiantes mexicanos. Morett sobrevivió al bombardeo ilegal del Ejército colombiano en Sucumbíos, de un campamento de las FARC-EP en marzo de 2008, donde entre otras personas, fueron asesinados 4 estudiantes más de nacionalidad mexicana: Soren Ulises Avilés, Fernando Franco Delgado, Juan González del Castillo y Verónica Velázquez Ramírez. Sobre la organización conocida como El Yunque, consultar Delgado, Álvaro, El Ejército de dios. Nuevas revelaciones sobre la extrema derecha en México, Plaza y Janés, México, 2004 y del mismo autor El Yunque. La ultraderecha en el poder, Plaza y Janés, México, 2006.

[5] Esto queda asentado en el video disponible en el siguiente   enlace https://www.youtube.com/watch?v=FtdxlMRqx9c

[6] Para el caso de El Salvador consultar Natalia Guerrero, “¿Por qué El Salvador vive "los días más violentos del siglo"?”, BBC Mundo, 25 de agosto de 2015. En lo que se refiere a México el informe de la consultora Southern Pulse “Ciudad Juárez. Criminal Environment”, octubre de 2012. Un análisis que pone en relación los procesos de las ciudades de México y Colombia se puede encontrar en David Barrios Rodríguez, Las ciudades imposibles. Violencias, miedos y formas de militarización contemporánea en urbes latinoamericanas: Medellín. Ciudad Juárez, UNAM, México, 2014.

[1]                      . Instituto Igarape, Observatorio de homicidios, enlace electrónico http://homicide.igarape.org.br/, Institute for Economics and Peace, Global Peace Index 2016, Sydney, 2016. Disponible en la dirección electrónica http://reliefweb.int/sites/reliefweb.int/files/resources/GPI%202016%20Report_2.pdf

[2]                      . Verisk Maplecroft, “Risk of violent crime highest in Latin America – Afghanistan, Guatemala, Mexico top country ranking”, disponible en el enlace https://maplecroft.com/portfolio/new-analysis/2016/12/01/risk-violent-crime-highest-latin-america-afghanistan-guatemala-mexico-top-country-ranking-verisk-maplecroft/

[3]                      . Institute for Economics and Peace, Global Peace Index 2016, Sydney, 2016. 

[4]                      . ONU-Habitat, Estado de las ciudades de América Latina y el Caribe 2012. Rumbo a una nueva transición urbana, Brasil, 2012.

[5]                      . Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia  Penal,  “Caracas, Venezuela es la ciudad más violenta del mundo”, México, 2016, informe anual disponible en el sitio electrónico http://www.seguridadjusticiaypaz.org.mx/biblioteca/prensa/send/6-prensa/230-caracas-venezuela-es-la-ciudad-mas-violenta-del-mundo

[6]                      . Roberto Briceño-León, “La violencia homicida en América Latina”, América Latina Hoy, vol. 50, diciembre, 2008, pp. 103-116 Universidad de Salamanca.

[7]                      . Azam Ahmed y Eric Schmitt, “En México, la letalidad desproporcionada de sus fuerzas armadas genera preocupación”, New York Times, 26 de mayo de 2016.

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