Trayectorias contemporáneas del miedo en América Latina

Autores

 

Trayectorias contemporáneas del miedo en América Latina

David Barrios Rodríguez, Universidad Nacional Autónoma de México[1].

 

Resumen

Durante la vuelta de siglo los temores colectivos se han transformado de manera dramática en América Latina. Aun cuando esta modificación es de carácter general, comporta expresiones específicas en cada contexto y América Latina combina una notable mixtura entre cambios en la percepción subjetiva de los peligros, así como en sus formas concretas de expresión. Al mismo tiempo se observa la notable centralidad que adquirió el discurso en torno a la seguridad en Latinoamérica. Como correlato a este proceso, asistimos a la paulatina alteración en la dinámica de la producción, trasiego y tráfico de estupefacientes en todo el continente, lo que ha implicado la apertura de un periodo de violencia sin precedentes en virtud de su dimensión, formas de expresión, así como por las repercusiones sociales que comporta.

Palabras clave: miedo, violencia urbana, control social

Abstract

At the beggining of XXI century, collective fears have dramatically transformed in Latin America. Although this modification is general, it carries specific expressions in each context and Latin America combines a remarkable mixture between changes in the subjective perception of the dangers, as well as in their concrete forms of expression. The exceptional centrality acquired by the speech on security in Latin America can be observed. As a correlate to this process, we witness the gradual alteration in the dynamics of production and trafficking of narcotic drugs throughout the continent, which has involved the opening of a period of violence unprecedented by virtue of its size, forms of expression, as well as the social repercussions that it entails.

Key words: fear, urban violence, social control

 

 

 

 

Introducción

Durante la vuelta de siglo los temores colectivos se han transformado de manera dramática en América Latina[2]. Esta mutación es perceptible tanto en el ámbito de la percepción subjetiva de los peligros, como en sus formas concretas de expresión[3]. Resulta notorio que preocupaciones seculares asociadas a los proyectos de modernización local, como la pobreza o el desempleo, fueron reemplazadas de manera progresiva por los temores a los ataques contra la propiedad privada (en la que se incluye a la vida misma). También es común a la mayor parte de los países de la región que los miedos asociados con la violencia de Estado, propia de los distintos regímenes autoritarios que dominaron la escena política durante la segunda mitad del siglo XX, se alteraran y complejizaran a partir de expresiones de violencia privatizada. Este desplazamiento ha contribuido de manera decisiva en la conformación de los sentidos hegemónicos en torno a la seguridad ciudadana, uno de los pilares aun en pie, de la resquebrajada arquitectura del Estado moderno.

El inicio de este recorrido se puede situar en la década de los años ochenta, periodo en que se conjuntan una profunda crisis económica, procesos de reconversión productiva, así como la implementación del modelo político y económico del neoliberalismo. La refuncionalización de las atribuciones del Estado aparejado con este, promovió un cambio en el proyecto exportador cuyo eje se modifica al pasar, en términos generales, de las manufacturas a los sectores primarios. Al mismo tiempo, con la aplicación generalizada del Consenso de Washington, se volvieron comunes la flexibilización laboral, los cambios en las reglas de uso de los recursos patrimoniales de la nación, privatizaciones, así como la monetarización de las políticas económicas. Una vertiente de las falencias en el comportamiento económico del área, especialmente en Centroamérica y México, fue el incremento de la migración en búsqueda de alternativas laborales hacia Estados Unidos a partir del último tercio del siglo pasado.

Como correlato a este proceso, se observa la paulatina alteración en la dinámica de la producción, trasiego y tráfico de estupefacientes en todo el continente, que con el paso de los años, conformó poderosas organizaciones criminales que, ya en los albores del siglo XXI, han contribuido a la reconfiguración de las modalidades de temor, tanto en términos cuantitativos como cualitativos. Estos fenómenos ocurren de manera diferenciada en la región, en ciertos casos escapando a las fronteras tradicionales y a partir del rediseño del territorio a través de las rutas y mercados de la economía ilegal. En ese sentido, distintas geografías de la región son escenario de un agresivo proceso de reordenamiento social y económico, cuyo signo característico es la proliferación de formas de violencia descarnada, así como la instauración de un estado de cosas que remite a una situación de guerra (Ceceña, 2014) que promueve como mecanismos de temor la habituación con la vejación de cuerpos y el asesinato sistemático de personas, especialmente de jóvenes de sectores populares.

En las páginas que siguen, se llevará a cabo un recuento de estas modificaciones, estableciendo en primer lugar, la manera como analíticamente han sido abordados los temores colectivos y posteriormente profundizando en las trayectorias de los miedos contemporáneos en América Latina.

Puntos de partida analíticos

            La literatura especializada en miedos contemporáneos contempla la actualización de problemáticas de profunda densidad histórica en busca de continuidades y rupturas (Duby, 1995), (Delumeau, 2005)[4]. Dentro de estas, nos interesa abordar aquellas que prefiguran el recorrido contemporáneo de los temores de orden político[5]. Con esto, nos referimos a la percepción y edificación social de las nociones en torno al orden y con ello respecto a añejas preocupaciones vinculadas con la construcción de enemigos. En la actualidad, dicha operación está vinculada con la reaparición de actores no estatales en el marco de fenómenos de conflictividad social caracterizados por la irregularidad y la asimetría (Munkler, 2005). De acuerdo a cada contexto, entre las fuentes de esta clase de temores se encuentran fenómenos como el llamado terrorismo islámico, así como distintas expresiones del crimen organizado transnacional, pero también “…los «Estados fallidos», las guerras civiles, los movimientos internacionales de personas desplazadas como refugiados, y otras formas de migración desde el Sur Global al Norte Global” (Gledhill, 2016:36).

            En todo caso, no perdemos de vista que la potencia del temor reside en su carácter agregativo, en los engranajes que se articulan entre diversos tipos de miedo, así como en nuestra capacidad como especie, para imaginar y ampliar los peligros y nuestra sensación de ansiedad. Y es verdad, los temores nunca aparecen de manera aislada, ni es posible diseccionarlos en la experiencia cotidiana, pero con fines analíticos, resulta viable establecer ciertas distinciones.

Por un lado, resaltan los temores a la exclusión económica y social (Lechner, 2002:43-57) o que amenazan el lugar de la persona en el mundo (Bauman, 2007: 12). Estos temores, que hacen parte de la experiencia humana desde antaño, se fortalecen con la consolidación de la desigualdad como cualidad sistémica, la de la sociedad del 1% que concentra más riqueza que el 99% restante y que por añadidura tiene a la competencia, como su esencia fundante (Ceceña, 2004:19-38). Por el otro, un conjunto de miedos que se relacionan con acontecimientos de lo que ha sido denominado como violencia subjetiva (Žižek, 2009:10) o directa (Galtung, 2003:12)[6]. Con esto, nos referimos a fenómenos como asaltos, asesinatos, disturbios urbanos, entre otros. En la perspectiva de Bauman (2007:12), este tipo de miedo puede ser entendido como el temor a las amenazas al cuerpo y las propiedades de las personas, mientras que Lechner (2002,44) lo enmarca en el miedo “al otro”, aquél que es percibido como un potencial agresor[7].

            En relación con ello, pero como elemento cualitativamente distinto, debemos considerar las modalidades de violencia que en la actualidad, conforman los temores en distintas geografías de América Latina. En países como México, Brasil, Colombia o el Triángulo Norte de Centroamérica, nos enfrentamos a la convivencia cotidiana, física, real; pero también a través de la televisión, radio, prensa escrita o sitios en internet, con escenas de desmembramientos, mutilaciones e instalaciones de muerte que son también macabras intervenciones estéticas del espacio. O lo que es incluso tal vez peor por lo que oculta: la difusión de técnicas de desaparición de cuerpos (Alves, 2014)).

Ante la insuficiencia de los conceptos previos, las formas expresivas de violencia (Reguillo, 2011), (Segato, 2016:39), caracterizadas por su atrocidad y espectacularidad (Fuentes, 2014:307), conducen a la aparición de neologismos y conceptos que intentan atrapar los sentidos de época reclamando un lugar dentro del debate. Una de estas nociones sería el horrorismo (Cavarero, 2009) que contempla la aparición de tres elementos de definición de la violencia contemporánea: casualidad, unilateralidad y vulnerabilidad; pensados para eventos como los atentados atribuidos al terrorismo islámico. En lo que se refiere a América Latina podríamos considerar que la asimilación del asesinato de miles de personas jóvenes todos los días como algo natural, reemplaza la casualidad. Mientras que el asesinato de personas inermes, así como el recurso generalizado de la tortura dentro del paisaje regional, configuran situaciones en las que: “Invadido por el asco a una violencia que se muestra más inaceptable que la muerte, el cuerpo reacciona agarrotándose y erizando los pelos” (Cavarero, 2009:24). Un abordaje de estos fenómenos desde la crítica feminista y colonial es el concepto de capitalismo gore (Valencia, 2010), en el que la manifiesta alusión al género cinematográfico, remite “…al derramamiento de sangre explícito e injustificado […] al altísimo porcentaje de vísceras y desmembramientos, frecuentemente mezclados con el crimen organizado, el género y los usos predatorios de los cuerpos” (Valencia, 2010: 15). Aunque la autora desarrolla el concepto a partir de la realidad fronteriza del Norte de México, estos elementos resultan afines a otros contextos de violencia en la región.

             Para abundar en estas modificaciones es preciso considerar tanto los aspectos sobre la evolución socioeconómica de la región, como la instauración de las formas de violencia referidas. Pero para llegar a ese momento, primero es necesario dar cuenta del proceso que tuvo lugar a fines del siglo XX y que resulta esencial para entender los tiempos que corren en América Latina.

 

“El huevo de la serpiente”

Todos tienen miedo. Yo también;

no duermo por las noches, dominado por el terror,

y nada funciona bien, excepto el miedo.

Ingmar Berman. El huevo de la serpiente

 

El siglo XX latinoamericano se caracterizó por la paradoja, ampliamente señalada, de estar relativamente al margen de la lógica de confrontación bélica interestatal y al mismo tiempo albergar conflictos internos sumamente mortíferos, entre los que resaltan los de Colombia y Guatemala, saldados con cientos de miles de víctimas (Centro Nacional de Memoria Histórica: 2013) (Sanford, 2015, 112)[8]. Distintas expresiones de violencia política, enmarcadas por el autoritarismo que en versión latinoamericana fue la expresión local de la Guerra Fría, habrían conformado a partir de los efectos a largo plazo de la violencia, represión y arbitrariedad, “sociedades del miedo” (Kees y Kruijt, 2002:22). Dichas formas de temor colectivas abrevaron de la actuación del Estado o de cuerpos vinculados con éste, que entraron en confrontación con peligros reales e imaginarios de impugnación del orden social vigente. No se trató entonces de manera exclusiva de una disputa ideológica, sino de la abierta persecución de sectores disidentes de la población, propiciada por la doctrina de guerra contrainsurgente. Este proceso, que con distintas magnitudes y modalidades dejó una estela de prácticas represivas, así como un saldo enorme de violaciones a los derechos humanos, tiene algunas líneas de continuidad con los procesos contemporáneos, entre los que destaca la articulación entre circuitos represivos legales e ilegales (Calveiro ,2012: 307)[9].

A partir de la década de los años ochenta, con el proceso de tránsito hacia gobiernos civiles y alternancias políticas en la mayor parte del área, las preocupaciones sociales fueron redirigidas hacia una problemática que resultará clave en las décadas venideras: la llamada inseguridad pública o ciudadana. En ello influyó la combinación de los impactos de la crisis a comienzos de la década y un nuevo ciclo de migración masiva hacia las ciudades.

En estos años, se observa un incremento en las tasas objetivas de criminalidad, pero también en la sensación de peligro, amplificada por la incorporación compulsiva de estos contenidos en los medios de comunicación masiva. Además, lo que se magnifica socialmente son cierto tipo de eventos que afectan especialmente a las clases medias y adineradas. Pensemos en Brasil y su Cidade maravilhosa, presa del terror por la incursión de habitantes de favelas en las playas de la zona Sur como Copacabana, Ipanema o Leblón a comienzos de la década de los años noventa[10]. En lo que se refiere a México y Argentina, casos de secuestro extorsivo cobraron notable centralidad en la opinión pública, colocando un aura de peligrosidad a sus respectivas capitales entre finales de la misma década y mediados de la siguiente (Barrios, 2010).

En cualquier caso, lo que proponemos es pensar el periodo a la luz de la transversalidad social que adquieren tanto los sujetos de la delincuencia a través de un renovado proceso de estigmatización (jóvenes, pobres, racializados de acuerdo a cada contexto), en donde la preocupación proviene de “una visibilidad insoportable, traducida en denuncia a la incapacidad de las instituciones de orden público” (Kaminsky, 2005:50). Esto redundó en la incorporación de la seguridad como fuente de capital y disputa política, en un marco en que las fronteras ideológicas entre los deslegitimados contendientes en los sistemas de partidos del área, han tendido a diluirse. De manera adicional desde los distintos niveles de gobierno, la demanda social de seguridad ha provocado la proliferación de una parafernalia de operativos, dispositivos y manejo de cifras. Desde entonces resultan recurrentes alocuciones gubernamentales que hacen referencia a operaciones, cruzadas o campañas contra la delincuencia; así como la creación de instancias de coordinación en la materia entre autoridades y actores privados, como agrupaciones de empresarios, medios de comunicación, entre otros.

El segundo momento que queremos señalar es el acaecido en las últimas décadas del siglo XX relacionado con la emergencia del área como nodo global en la producción, manufactura y traslado de estupefacientes[11]. En este proceso lo que define la importancia de los países del área es el lugar que ocupan determinadas regiones dentro del espacio geográfico[12]. A su papel como centros de producción y rutas para la colocación en el mercado de formas valorizadas de acumulación ilegal, se han agregado otras actividades como resultado del boyante proceso de diversificación económica que además, comporta cada vez mayores niveles de imbricación con la economía formal. En la actualidad, estas modalidades incluyen el tráfico y trata de personas, armas; así como una variedad de rentas ilegales entre las que se cuentan formas de recaudación de impuestos ilegal.

A mediano plazo esto resultó un elemento clave del proceso de reconfiguración en las modalidades de la violencia y con ello de los temores sociales, en donde incluso se puede observar el tránsito desde una cierta admiración y apología de la transgresión del poder y la ley; a la reprobación producto de la arbitrariedad y el abuso identificados con la actuación de los grupos relacionados con este tipo de tráficos, en especial por la tendencia notoria a la desvalorización de la vida. Esto tiene diversas expresiones regionales, por ejemplo, la evolución de los “camajanes” colombianos en pistolocos, hasta llegar a la figura, degradada en todos los sentidos, del sicario, identificado como joven, varón y habitante de las comunas pobres del Valle de Aburrá (Riaño,2006) (Salazar,1994). En Brasil se pasa de la figura aceptada e incorporada a la cultura popular de los malandros, hacia aquella que se construye en torno a los bandidos, mayormente identificada con las facciones de tráfico contemporáneo. Los malandros son aquellos quienes antiguamente se rehusaban a trabajar y hacían uso de “habilidades” para sobrevivir, fuese explotando mujeres, engañando personas, librándose de la policía o robando. A diferencia de los bandidos, no utilizaban armas de fuego y eran admirados por su elegancia en el vestir (Zaluar, 1994: 26).  

Como colofón de este periodo, pero con implicaciones más profundas y de largo plazo, se articuló un discurso hegemónico respecto a la inseguridad pública o ciudadana en distintos países del continente. En este, es notorio el impulso en términos de clase y el papel que han jugado empresas que hacen parte de los oligopolios mediáticos en la región como los que existen en México (Televisa y TV Azteca), Brasil (Globo), Colombia (Caracol y Radio Cadena Nacional) o Argentina (Clarín). A partir de estas, se han llevado a cabo auténticas campañas de miedo que posibilitaron construir una agenda política, gubernamental, pero sobre todo con gran repercusión social a través de la implementación de una amplia infraestructura política del miedo (Rubin, 2016:35). Como parte de esta consideramos las reformas penales que incluyen el incremento en las sentencias a determinados delitos o la reducción de edad para imputabilidad penal. También han sido homologadas normatividades respecto a actividades de delincuencia organizada y terrorismo sobre las cuales existe la preocupación de su uso con objetivos de criminalización de la disidencia y la lucha social.

 En materia de políticas públicas de seguridad, se posicionó un “sentido común” respecto a la necesidad de colocar cámaras de vigilancia en espacios públicos, la depuración y profesionalización de los cuerpos policiacos y la implementación de la llamada tolerancia cero[13]. A la postre esto redundó en un tratamiento crecientemente bélico de estas problemáticas, a través de la militarización de las policías, o bien, de la delegación en las Fuerzas Armadas de las tareas de combate al narcotráfico, lo cual ha ocurrido en Colombia, México y el Triángulo Norte de Centroamérica[14]. Un conjunto de medidas que en síntesis apuestan por la “mano dura” en el tratamiento del delito, pero que como resultado del proceso de exclusión que caracteriza al área, ha apuntalado la criminalización de la pobreza.

Así, la vuelta de siglo en América Latina fue el escenario de conformación, no de sociedades post-autoritarias, sino de las que incubaron el huevo de la serpiente con la emergencia de un totalitarismo que radica en las estructuras de la “sociedad civil” (Hirsch, 2001:209), aquello que también ha sido denominado como fascismo societal (de Sousa, 2004:29-32)[15]. La adhesión a este nuevo tipo de autoritarismo no sólo es observable a través de la disposición social a la renuncia de libertades, o a la concreción de una agenda de dispositivos de control y disciplinamiento; sino que adquiere otros rasgos cuando se observa la estigmatización que se establece sobre sectores populares de la población, reconvertidos en enemigos internos a través de su identificación con distintas actividades delictivas, entre las que destaca el llamado “crimen organizado”.

Epílogo: Dos trayectorias del miedo en América Latina

Después del panorama que señalamos para las últimas décadas del siglo XX, América Latina inició el nuevo milenio combinando las mayores tasas de asesinato y los mayores niveles de urbanización en el mundo entero[16]. Alrededor de un 80 por ciento de la población de los países del área habita en ciudades, siendo la primera región del planeta que consigue llegar a una proporción de ese tipo. Como elemento central de esta característica demográfica, se estima que dentro del total de habitantes urbanos, 111 millones de personas lo hace en asentamientos informales, que coinciden con las zonas donde son mayores los índices de violencia letal y que combinan indicadores de pobreza, así como falta de servicios básicos e infraestructura (ONU-Hábitat, 2012). Una aproximación complementaria, establece que, entre el 10 y 20 por ciento de las principales ciudades de América Latina cuenta con actores armados organizados enfrascados en disputas de poder en base a “sistemas paralelos de violencia” que contienden y reemplazan a los representantes formales del Estado (Kruijt, 2015:41).

En estas áreas se combina el control territorial de actores armados no estatales con las incursiones violentas de las policías y fuerzas armadas de los distintos países como resultado del tratamiento crecientemente bélico que se le ha asignado a la seguridad ciudadana. Ejemplos de ello son las favelas de Río de Janeiro (Brasil), los barrios de San Pedro Sula (Honduras), o las faldas de los cerros en las comunas de Medellín (Colombia). Por el otro, una suerte de desdoblamiento del mundo y sus sentidos a partir de lo que ha sido conceptualizado como la emergencia de una Primera y Segunda Realidad (Segato, 2016). Ésta consiste en una “dualidad” en que a las instituciones, marcos jurídicos, relaciones económicas y aparatos armados formales subyace:

[…] una realidad especular con relación a la primera: con monto de capital y caudal de circulante probablemente idéntico, y con fuerzas de seguridad propias, es decir, corporaciones armadas ocupadas en proteger para sus «dueños» la propiedad sobre la riqueza incalculable que en ese universo se produce y administra. (Segato, 2016:75)

De esta manera, nos encontramos frente a la multiplicación de soberanías que mantienen enfrentamientos por el monopolio del uso de la violencia. Si bien esta clase de fenómenos ya existían en parte debido a la peculiar conformación del Estado en la región, como resultado del proyecto neoliberal se han ido profundizando, socavando a la sociedad en su conjunto. Así, los temores se amplían, caracterizados por la arbitrariedad de facto con la que se comportan tanto los cuerpos armados de los estados como aquellos de las organizaciones de la economía criminal ilegal. Esta disputa, en clave hobbesiana es también por el miedo de la población.

De esta manera, asistimos en la actualidad a la coexistencia de dos trayectorias respecto a los temores sociales en el área. Por un lado, la introyección de las preocupaciones en torno a la seguridad pública que ha redundado en la adhesión a una serie de medidas de disciplinamiento social que se verifican en dispositivos de vigilancia y de tratamiento punitivo al delito. Por el otro a la demarcación territorial de amplias porciones del continente a través de formas de violencia desbocada que tienen a reordenar las relaciones sociales y la economía[17].

 

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[1] Observatorio Latinoamericano de Geopolítica-Instituto de Investigaciones Económicas (OLAG-IIEC) Universidad Nacional Autónoma de México. Investigación realizada gracias a los programas UNAM-DGAPA-PAPIIT "El capitalismo después de la crisis financiera de 2008" IN302215 y “Economía política de la violencia. Genealogías latinoamericanas” IA301217.

 

[2] A punto de arribar a la tercer década del nuevo milenio parece vigente la afirmación respecto a la incertidumbre que escapa a los tiempos cronológicos: “El calendario sugiere que nos encontramos en un momento de vuelta de siglo (y de milenio); pero su indicación sólo sirve de contraste para reconocer ese estado de “definición en suspenso” en que parece encontrarse la historia actual” (Echeverría, 2006: 12).

[3] Dentro del trabajo estadístico suelen denominarse tasas de criminalidad e índices de victimización. Esta relación es atribuida al Informe Peyrefitte que escindió la problemática de la inseguridad, entre el miedo a sufrir algún atentado contra la propiedad y la integridad física y las tasas “objetivas” de criminalidad. Dicho informe fue resultado de los trabajos de la comisión del mismo nombre sobre el incremento de la delincuencia en Francia durante la segunda mitad de los años setenta (Martínez, 1999).

[4] En la actualidad existe una profusa producción bibliográfica en torno a viejos temores como aquellos relacionados con catástrofes naturales. En un registro algo diferente se cuentan riesgos que habiendo aparecido hace relativamente poco tiempo, conforman un pujante mercado de diversas formas de protección (contra la polución ambiental, enfermedades asociadas con el modo de vida contemporáneo o amenazas informáticas).

[5] Se recupera entonces la definición de miedo político propuesta por Corey Rubin y que está relacionada con el terrorismo, criminalidad violenta, degradación moral; así como por los efectos de la actuación intimidatoria de aparatos de gobierno o por parte de grupos privados de poder. El énfasis político de acuerdo al autor estadounidense radica en que estos miedos emanan de la sociedad o tienen consecuencias para ésta (Rubin, 2009:15)

[6] En otro lugar hemos señalado que para llevar a cabo un abordaje fructífero de estas temáticas resulta útil reparar en la conformación de la tríada miedos, inseguridad y formas de violencia. De manera similar a lo señalado aquí respecto a la manera de procesar socialmente el miedo, en los otros casos se observa una construcción de sentido que dando cuenta de las expresiones directas y más visibles, tiende a ocultar su carácter estructural, sistémico, el hecho de que nuestras vidas se desarrollan en un orden en sí mismo violento (Barrios, 2014).

[7] De manera análoga Rubin contempla la existencia de los miedos políticos a partir de dos naturalezas, una horizontal (como el temor que proviene de fuera a aquello que se define como la comunidad) y vertical (producto de las desigualdades y la estratificación social), en este caso, un temor endémico a cualquier sistema de dominación (Rubin, 2016:39-40).

[8] Mientras que a nivel planetario se vivieron dos guerras mundiales, luchas de descolonización y conflictos armados entre estados en el marco de la Guerra Fría, en América Latina sólo hubo confrontaciones de este tipo con la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia entre 1932 y 1935; el conflicto fronterizo colombo-peruano de 1932-1933; la llamada Guerra del Fútbol entre El Salvador y Honduras en 1969; la Guerra de las Malvinas entre Inglaterra y Argentina y el conflicto territorial entre Ecuador y Perú de 1995.

[9] En este caso nos referimos al recurso de estrategias e infraestructura clandestina de persecución y detención de personas, pero también a la conformación de expresiones de paramilitarismo y “autodefensa” vinculadas con el Estado.

[10] Conocidos como arrastrões y protagonizados por adolescentes y jóvenes negros, quienes despojaban de sus pertenencias a las y los bañistas.

[11] Es necesario recalcar que las actividades relacionadas con la producción y comercio de estimulantes ilegales, tiene una larga tradición en distintas regiones del continente y queda claro que el punto de inflexión fue el inicio de los grandes tráficos de cocaína hacia Estados Unidos. En la actualidad, la diversificación de actividades ilegales ha conducido a una situación en la que la región, y especialmente México, ha incursionado como líderes en la producción sustancias sintéticas, así como de heroína.

[12] La ubicación respecto a rutas marítimas o zonas de frontera estatal o regional, resultan elementos centrales en el proceso. De esta forma, los países que participan en labores de producción y manufactura a gran escala (Colombia y México), así como las rutas (Centroamérica y Brasil) que dirigen hacia centros de consumo mundial (Estados Unidos y Europa), han sido también las regiones en donde se disputa con mayores grados de violencia el control de trayectos, pero también de la población para las tareas que requiere la estructura de funcionamiento estas organizaciones.

[13] Ésta proviene de la teoría de las “ventanas rotas” propuesta (Kelling y Wilson, 1982) a comienzos de la década de los años ochenta, misma que consiste en no ser tolerante con actos mínimos de “vandalismo” (como romper una ventana) o de determinados comportamientos sociales, ya que estos prefiguran delitos más graves. La alusión a la cero tolerancia tiene una relación clara con el modelo aplicado en Estados Unidos, en particular la experiencia de la ciudad de Nueva York y su ex alcalde Rudolph Giuliani.

[14] En este rubro, resulta ineludible mencionar el papel que ha tenido Estados Unidos respecto al tratamiento del combate a los tráficos ilícitos. La firma de sendos acuerdos en la materia incluyen, además del pionero Plan Colombia, las posteriores Iniciativa Mérida (con México), para la Seguridad de la Cuenca del Caribe (CBSI) y la dedicada a los países de Centroamérica (CARSI); aun cuando todas estas parecen más una coartada para la intervención en la región, al legalizar la presencia directa del hegemón en los países del área.

[15] Este “fascismo societal”, comprende la interiorización de sentidos sobre la coexistencia de zonas civilizadas y salvajes, lo que implica fenómenos de segregación social así como formas diferenciadas de aplicación de la ley.

[16] Durante la primera década de este siglo fue la única subregión del planeta en que se incrementaron las tasas de asesinato y en 16 de nuestros países ésta se sitúa por encima del 10 por ciento por cada cien mil habitantes, lo que confiere un carácter epidémico al fenómeno de acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS). Tanto por tasas de asesinato, como en términos globales, distintos países del área cuentan con registros altísimos en lo que se refiere a violencia letal.

[17] Honduras y Chile ilustran con claridad estas diferencias. El país centroamericano tiene una de las mayores tasas de asesinato en el mundo, aunque los niveles de percepción de peligro se encuentran en un rango regional: 8 de cada 10 ciudadanos se sienten seguros en el lugar donde habitan. En contraste, en Chile, el país con menores tasas de asesinato de la región,  así como niveles bajos de victimización por robo, la percepción de inseguridad es mayor, ya que solamente 7 de cada 10 personas reportan tranquilidad respecto a las amenazas en su entorno inmediato (PNUD, 2013:67).

 

 

Ciudad Juárez-Fotografía de Christian Torres https://chtorresfoto.wordpress.com/

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